LOS CABALLOS DE NUBE - Sueño convertido en cuento
LOS CABALLOS DE NUBE
Un sueño convertido en cuento
En la falda de una verde montaña, con la extensa sabana al frente, está nuestra casa: una bella construcción de ladrillo de una sola planta con unos inmensos ventanales que miran al poniente. Sobre los bosques lejanos de pinos y eucaliptos, se elevan dos cordilleras que azulean llenando todo nuestro horizonte con sus siluetas onduladas y caprichosas, como lomos de dinosaurios petrificados.
Únicamente mi madre y yo habitamos en la casa cuyo antejardín se
extiende descendiendo hacia la orilla del río que discurre mansamente a pocos
metros sobre la planicie. Hoy nos acompaña un bello atardecer, con unas nubes
blancas que se destacan en grandes bloques algodonados contra el cielo azul y
ámbar.
Mi madre lava la ropa a la orilla del río, como en los viejos tiempos, y
el cuadro es idílico en la hora del crepúsculo. Su silueta inclinada se recorta
perfectamente contra el brillo multicolor del sol rasante sobre el espejo de
agua.
Tomo asiento en la suave ladera y contemplo la escena hasta que la
sabana se oscurece y el agrio verde enmarca el lomo del río que brilla con
millones de lentejuelas azules, amarillas, rojas, verdes, violetas,
anaranjadas... según el color que va tomando el cielo con los últimos rayos
solares. Son como escamas metálicas deslumbrantes que va arrastrando el agua.
En el cielo se proyectan unos suaves rayos rosados de occidente a
oriente que se pierden atrás de las montañas. El primer lucero ha salido alto y
rutila contrastando con el cielo aún iluminado. Las nubes blancas persisten y
se amontonan apaciblemente. De repente comienzan a moverse como si alguien las
soplara desde adentro y toman formas caprichosas que al rato se vuelven muy
precisas; identifico peces, pájaros, rostros humanos y gigantes fabulosos.
Me apresuro a la orilla del río y le pido a mi madre que no lave más y
contemple conmigo el espectáculo maravilloso del cielo. Ella quiere seguir
lavando. Yo le advierto que es peligroso lavar en el río a estas horas y trato
de levantarla por un brazo. Entonces resbalo y mi pié derecho se hunde en el
agua; se abre la superficie de lentejuelas coloridas y deja ver un agua negra y
profunda, aterradora. Siento vértigo y me retiro, pero mi madre me dice que
ella ya conoce el río y me tranquiliza diciéndome que no corre peligro; a
cambio me invita a que siga haciendo lo que más me gusta: desbaratar nubes. Me
tranquilizo y retomo mi puesto en la loma.
Entonces me sorprende la más insólita visión en esos momentos: por el
centro del río una góndola se desliza conducida por un remero con una pértiga,
llevando dos pasajeros de pié uno al lado del otro, hombre y mujer, ella de
blanco y él de negro, como si acabaran de contraer nupcias. Los conozco: ella
fue mi prometida hace varios años, pero nunca comprendió mi amor por la independencia,
por la soledad, ni mi búsqueda espiritual; él fue mi gran amigo, ese que se
necesita siempre en la vida, pero no fue capaz de decirme que salía con la
mujer que yo amaba; hubiera sido tan sencillo, pues en realidad yo nunca pensé
en casarme con ella.
Parece ser que van en viaje de luna de miel e intencionalmente pasaron
frente a mi casa para que me enterara de lo sucedido. No siento envidia, mucho
menos dolor; al contrario: me alegro por ellos. Siento alivio, pues yo nunca le
hubiera podido dar una vida normal a ella. Quiero que sean felices, pero es
triste que no busquen seguir siendo mis amigos. Me preocupa lo que les pueda
pasar navegando sobre ese río traicionero.
Al pasar al frente miran hacia nuestra casa, me miran a mí, pero
nuestras miradas no se distinguen en la casi penumbra del ocaso. Mi madre,
amante de las bodas y de los finales felices, deja de lavar y se levanta para
ver pasar el melancólico cortejo. Los despide con la mano y los bendice en
silencio. Al alejarse, las siluetas se recortan negras contra la lumbre
agonizante de las escamas lenticulares que ondean sobre la superficie del río.
Antes de que hayan desaparecido, me olvido de ellos y vuelvo mi vista hacia las
nubes.
Como en un parto celestial, las nubes se convulsionan. Un caballo
inmenso se está formando y trata de salir de la masa de nubes blancas. Forcejea
y finalmente lo logra. Su cuerpo blanco se termina de formar cuando ha salido y
comienza a trotar por el cielo azul violeta. Gira su cabeza y sus ojos se posan
en mí. Le sonrío y el hermoso caballo de nube se aleja por el cielo hacia el
sur. Mientras tanto otro caballo se ha formado y la nube lo dá a luz
dificultosamente; cuando sale y se termina de formar, me mira y se va a buscar
al primer caballo. Otro caballo se está formando y ya es inminente su eclosión.
Las nubes se agitan todas y me estremezco al pensar en la cantidad de caballos
que se están formando. En un instante, una manada de briosos corceles de nube
trota ágilmente por la pradera celeste y se dirige hacia donde la constelación
de la Cruz del Sur ya titila débilmente.
Todos los caballos me han mirado antes de seguir a la manada. Siento que
son míos y los amo. Le pido a mi madre que los observe conmigo y ella se acerca
con su tina de ropa bajo el brazo, se maravilla con la visión, pero cree que
son un regalo del cielo para los recién casados.
La manada de caballos de nube se alejó ya bastante, ha sobrepasado la
cruz del sur y dobla a la izquierda perdiéndose tras las montañas atrás de
nuestra casa. Yo salto de felicidad y lloro de emoción agradeciendo a Dios este
regalo inmenso. El resplandor del sol invisible es apenas una franja roja
detrás de las cordilleras. Millones de estrellas se apoderan de la noche y
rutilan consoladoras. El río ha perdido su brillo y se desliza como una cinta
opaca.
Mi madre entró a la casa y enciende la chimenea pues la noche baja fría
y brumosa. Me siento desolado y me acuesto en la grama sin pensamientos. Las
estrellas están tan lejanas que son como una ilusión, pero sé que son reales
aunque no pueda alcanzarlas. Necesito que alguien me diga que vale la pena
vivir para algo distinto a producir dinero, que me compruebe que no estamos
solos en el universo, y que estos momentos tan pasajeros pueden durar un poco
más.
De repente un ruido confuso crece hacia mi izquierda, por donde
desaparecieron los caballos. Me incorporo y me dirijo hacia allá corriendo,
hacia el sembrado de maíz; mi corazón palpita enloquecido pues creo que son mis
caballos de nube. Sí son. El suelo retumba con con el golpe de sus cascos y el
aire trae un olor acre de sudor y sangre caliente. Llego al otro lado de la
loma y encuentro una manada de caballos verdaderos, briosos, sudorosos y
cansados, que bufan y relinchan saludándome. Son mis caballos de nube que han llegado
para quedarse.
Se mueven felices cuando camino entre ellos abrazándolos, acariciando
sus cuellos musculosos y sus crines abundantes. La mayoría son blancos, como
las nubes de donde vienen, pero hay otros bayos, negros y pintos. Les hablo y sé que me entienden y los voy
bautizando como si ya supiera qué nombre tuvieron desde siempre.
Ya no tienen que volver a las nubes; los instalaré en un cobertizo en el
bosque cercano, donde baja la quebrada transparente salpicada de estrellas.
Allí los dejo bebiendo y entro a la casa, a contarle el suceso a mi madre; ella
lo tomará como la cosa más natural del mundo y me ayudará a cuidar mis
caballos. La chimenea inunda la casa con reflejos dorados mientras afuera la
luna, como una barquita blanca, cruza el mar estrellado.
Sueño de 1.987, para "Mi Libro de Sueños"
Bogotá, Enero 7 del 2.001
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