DIARIOS DE UN DILETANTE - Octubre 29 de 1981


DIARIOS DE UN DILETANTE

Octubre 29 de 1.981 - De paseo por la 15 - A mis 20 años


Hoy se quemó la última esperanza de que me llamen del trabajo que solicité. En vista de que no tengo nada que hacer (pues aunque todo este tiempo no hice nada, estaba colgado de la posibilidad de trabajar), me desesperé en la casa y tuve que salir a caminar, no importa adónde, necesito urgentemente estar solo y pensar.

Pedí diez pesos a mi mamá y tomé un bus “Continental” nuevo y veloz. Hoy me  bañé con agua tibia. El agua tibia me sienta mejor que la fría; me hace menos notorias las manchas que tengo en la cara, por dentro siento un calorcillo  y en mi rostro un rubor agradable; he lavado mi cabello con Milk Plus-Six, Champú tratamiento de Revlon, y lo tengo sedoso y con cuerpo, si así lo puedo decir; lo peino más fácil y cada día se me arregla más y es más natural mi peinado hacia atrás.

Me he puesto la chaqueta de paño azul de Marco, los zapatos de Marco y un pantalón de paño a rayas muy cómodo y elegante; debajo de la chaqueta una camiseta azul de algodón. Me siento cómodo y flexible. Varias chicas lindas se suben al bus y pasan a mi lado sonrientes, aspiro sus miradas, las guardo. Una pecosita muy chic se sentó a mi lado, pero no soy capaz de decirle algo, me conservo derecho y miro por la ventanilla; el paisaje es móvil y nublado. Pienso: “El infeliz del Norberto: ¿Por qué no ha ido a mi casa?”. Lo esperaba el miércoles y nada, “maldito sea, ya ni con los amigos se puede contar; el 2 de Diciembre debo presentarme al ejército y me llevarán; de aquí allá debo hacer algo, escribir tal vez, o leer, o dibujar, o perecer, o caminar, o todo a la vez, sí, mejor todo a la vez durante este tiempo de espera angustiosa”. Pienso, aún cuando la pecosita tuvo que bajarse, pienso intensamente: “Qué vaina, ahora que toda mi vida mejora, que toda esa depresión e incertidumbre van desapareciendo, ahora que en realidad estoy decidido a luchar por lograr las metas que me he propuesto, ahora que soy mejor persona que antes y que muchas personas he recuperado, ahora ¡maldita sea! Tiene que venir el servicio militar como una guillotina y descabezar esta incontenible alegría de vivir”.

Pienso en el ejército y tiemblo, y me da pereza bajarme en Los Héroes. Ha llovido, el cielo comienza a despejarse y las calles están húmedas; las montañas están recién lavadas y lucen frescas y hermosas. ¡Mi ciudad amada: necesito estar contigo!

Me bajo en la calle 73 y subo a la carrera 15. Comienzo a caminar. Trato de conseguir telefónicamente a Norberto, pero seguramente no viene hoy al almacén avícola. Voy por la acera oriental de la carrera 15; comienzan a aparecer vitrinas embriagantes y camino animadísimo. La primera vitrina ante la que me detengo es la de Saint Germain, ropa de marca, zapatos costosísimos y un bonito almacén. Me van envolviendo las calles olorosas a nuevo. Me consume la quince.

En un almacencito veo una chaqueta en crudo Fred Perry, ¡Lindísima!, con hombreras en lana; entro y pregunto el precio: vale $1.500, las vendedoras se portan muy atentas conmigo, luego la compraré. Poco a poco me he ido olvidando del mundo al que pertenezco y entro en una deliciosa enajenación; veo vitrinas de almacenes de deportes, de joyería, de calzado, de chucherías y extravagancias, restaurantes deliciosos; subo y bajo escalerillas por la amplia acera que tiene diversas alturas, casi toda embaldosada y más de la mitad cubierta de automóviles pequeños parqueados y, más allá de éstos, circula en ambos sentidos una interminable culebra de colores brillantes y luego, la otra acera, distinta, otro mundo.

Subí unas escalerillas y encontré una fila de almacenes de jeans juveniles. Aquí fue donde hace una año compré un Jean Farmer, el mejor que he tenido, pero que ya está desteñido y descosido. Pasó a mi lado una escultural mujer, vestida a la última moda, la miré y me miró sonriendo; pasaron otras dos lindísimas y estuve a punto d decirles adiós. Hace un rato pasé por el centro comercial Las Fuentes, recién inaugurado, muy cálido y curioso: el piso es enchapado en brillante baldosín blanco y azul, como el fondo de una piscina y uno camina con el temor de caerse, es pequeño y muy luminoso y venden buenísima ropa. Tiene  forma de u minúscula. El exterior está adornado e identificado en la parte superior con una armazón de tubos rojos que forman cubos zigzagueantes y entre ellos banderas cuadradas de metal con rayas diagonales azules y blancas, a juego con el color del piso de los pasillos. Me mezclo con la gente elegante que circula mirando vitrinas y logro ser uno de ellos; camino orgulloso con las manos calienticas en los bolsillos de la chaqueta y el bolso de cuero café golpeando rítmicamente a mi izquierda. Me estremezco al sentir un olor a pan fresco.

No recuerdo en cuál calle, tal vez en la 88, por donde cruza una canalización de aguas, hay un sitio muy cinematográfico: a un costado está el prado muy verde y los árboles del borde del canal, enseguida una angosta carretera y al otro costado una larga pared de madera; como ya está oscureciendo, han encendido las luces de un color amarillo rojizo que van muy bien con el ambiente de la pizzería; al fondo, las cercanas montañas brumosas. Por unos momentos me acordé de Gloria y de Consuelo Márquez y me gustaría estar aquí con una de ellas, ¿Con quién será?, ¿Cuándo será?

Llegué al Centro 93. Es bellísimo, pequeño, todo cubierto de mármol oscuro veteado, muy pulido y sólido. El edificio es una armoniosa composición de bloques angulosos con puertas de vidrios polarizados. Entré. Recuerdo que ayer miraba una bonita revista de arquitectura, “Interiors”, y veía elegantes centros comerciales de Chicago, Los Ángeles, Nueva York y deseaba estar allí, meterme en las fotos de la revista y, ahora, ¡Aquí estoy! Sólo que a la belleza se le suma un aroma delicioso a perfume francés de mujer y mi tranquilidad interior. Los pisos son brillantes, de baldosas grandes y oscuras. Las escaleras amplias de granito y los pasamanos de metal pintado de color café y vidrios oscuros. Muy elegantes las escaleras. Y el segundo piso es un mezanine que da sobre el primer piso, dejando libre una plazoleta central cubierta a un nivel inferior que los pasillos; en los extremos de la plazoleta y donde desembocan los pasillos están las anchas escaleras de  granito y un poco más allá las escaleras eléctricas, un par a cada lado de la plazoleta, ubicadas simétricamente. El segundo piso no está todo vendido, pues deben ser muy caros los locales. El primer piso sí tiene dos hileras de almacenes en funcionamiento; unos dan sobre la carrera 15 y tienen puertas por ambos lados; los otros dan al interior y se enfrentan con la cafetería que hay en la mitad del centro comercial, en la plazoleta, bajo el elevado techo de vidrios polarizados; ahí unos gringos están tomando fotos. Voy a llamar bajo las escaleras, pero da la desgracia de que estos teléfonos aún funcionan con moneditas de 20. Abro la puerta y dejo este sofisticado ambiente. Me encuentro con la tarde en la carrera 15. ¿Muy interesante, no?

En la 95 crucé a la otra acera y cambió todo. Por empezar cambió la dirección de mi paseo, y el cielo comenzó a ponerse gris. Una vitrina exhibe vestidos extravagantes de brillantes adornos y colores vivísimos; los llevan puestos unos maniquís de tamaño natural que están colocados de pié en unas vitrinas forradas en terciopelo negro, únicamente iluminadas por spots de colores instalados a la altura de mi cintura, por lo tanto es imponente el efecto.

Sigo. Camino un poco más rápido pues amenaza la lluvia. En una vitrina había tirada en el piso una chaqueta negra con bordados en hilo de oro sobre una tela beige; hace poco la había visto en el periódico, en la sección de moda internacional; de París a Bogotá en pocos días...¡Y hay quién se la compra! Llego a Jeans and Jackets, lindísimo, hay gente inn sentada afuera, miro la ropa elegantemente expuesta, moda muy original que sueño con comprar aquí algún día.

Caminando voy, contento de mí mismo y del mundo, reflexiono y luego canto una dulce canción. Estoy feliz. Ha ocurrido algo maravilloso: poco a poco el cielo, con sus pesadas nubes grises se ha ido iluminando hasta parecer una hoguera atizada por los dioses. La escena es aterradoramente perfecta e imborrable. A mi lado pasan almacenes luminosos, vitrinas que hacen tic-tac de bombillitos rojos, trajes de diseñadores famosos, música rock, alegría. Por la acera donde voy las casas son de un piso y por la otra hay edificios de cinco y seis plantas; hasta la altura de las casas de un piso la noche ya casi ha bajado totalmente, pero el cielo se enciende y de repente unos manchones dorados golpean contra los edificios de la otra acera. La noche se vistió de anaranjado y entonces toda la vida se cubre con el nuevo resplandor. ¡Belleza que casi es fantasía! ¡Espectáculo divino e irrepetible por siempre jamás!

Mientras camino, me cruzo con gente sonriente, con sus paquetes bajo el brazo; parece Navidad, pero ésta aún está lejos; parece estar uno metido en un libro de Dickens futurista; parpadean las vitrinas a ambos lados de la atestada avenida, las  gentes que pasan huelen a esencias irrespirables de puro exquisitas. Pasó un marica elegante que olía a pino salvaje y me picó el ojo; yo hice lo mismo, sólo por molestar, llevarle la corriente porque estoy contento. Pasó una linda niña y me miró fijamente; le dije adiós. Llegué a la calle 85. Es amplia la calle 85 y aquí el espectáculo es tan irreal que no lo puedo creer y deseo con toda mi fuerza tener una cámara filmadora o fotográfica para dejar documento de tanta maravilla. Claro que cualquier documento resultaría imperfecto, porque sentir lo que uno puede sentir en este ambiente tan extraño, sólo se puede lograr viviéndolo totalmente. El cielo hierve en color, los edificios aún tienen los brochazos de luz anaranjada, el mundo está inundado de color; la gente tiene un color extraño pero muchos parecen no darse cuenta. Paso por unos puestos de flores, mis zapatos taconean sobre baldosas rojas y la gente me mira con atención. Llego a un pequeño bosquecito al lado de la acera; la escena me parece propia de la película “El Señor de los Anillos” de Ralph Bashki, versión en dibujos animados hechos sobre filmación real. Hay una barda de madera, después los troncos ennegrecidos y voluminosos de los frondosos árboles, colocados ante los edificios que rodean al bosquecillo por tres lados, pero al fondo, entre los dos edificios, queda un agujero vertical bien grande en donde el cielo incendiado forma una pantalla fantástica para los troncos multiformes. Por un costado del bosquecillo hay unos almacenes muy grandes y sus vitrinas anaranjadas forman una curiosa decoración para el cielo de hoy, hay un corredor muy brillante que se ilumina con los resplandores que caen a través del espacio entre los edificios, este resplandor también se cuela entre los árboles y casi alcanza la barda. Contemplo un buen rato la escena hasta que se graba en mi mente, a falta de una película emulsionada dónde fijarla. Así sigo un buen rato hasta que los dioses se agotan y deciden apagar el cielo, paulatinamente, para que el golpe sea menos fuerte. Y así, el cielo por dentro comienza a oscurecerse. Todo vuelve a la normalidad; la felicidad no es eterna, pero es indestructible. Este día jamás se borrará de mi alma. Vuelve todo a ser lo que era antes, pero yo, el de antes, ahora no lo soy.

Caen unas gotas de lluvia y la gente se apresura a desplegar sus paraguas; yo no tengo, y me pongo el bolso de cuero sobre la cabeza. Entro por el pasaje El Lago; hay muebles bellísimos. Atravieso rápidamente; veo carteles de Superman II y salgo a la calle de nuevo, se crece la lluvia y me afano yo. Llego a la 72 con Caracas y tomo un bus; la gente en el bus está contenta de ir bajo el mismo paraguas. Son las seis de la tarde pero está oscurísimo y la lluvia escurre por las ventanillas. Un señor luchó para cerrar una hasta que se machucó un dedo; se sobaba disimuladamente; una señora elegante y enguantada sonreía a todos lados; yo también estoy contento. Otra señora muy simpática va a mi lado; nos miramos y sonreímos; una chica bellísima va a bajarse; yo estoy sentado en el puesto después de la puerta, ella va molestando con un hermanito; me quedo mirándola fascinado; cuando ella se dio cuenta quedó estática y me miró largamente; le hice un guiño y creo que iba a responderme, pero su hermanito la arrastró de la mano porque ya había que bajarse. Nos despedimos con la mirada.

Me bajé en la calle 35 y tomé un bus Garcés Navas por la calle 68, nuevo; había un puesto al lado de la registradora, incómodo, pero como soy poca cosa, quedé bien acomodado. Me peiné, me arreglé, porque me alcancé a mojar un tanto. Subió una mamá con sus dos hijos, niño y niña, muy simpáticos, y una tía; le llevé el bolso y un paquete a la tía, muy atractiva; pronto desocuparon un puesto al lado y se sentó la mamá; llevó cargado al gordito chistoso; la niña, de unos doce años, es muy linda: los labios rojos y carnosos, la piel blanca, la nariz recta y de anchas alas, los ojos negros y hermosos, el pelo lacio y desordenado; una niña muy sexy yo diría. Se movía graciosamente y no permitía que nadie la empujara; hacía muecas y risitas, muy graciosa; cuando reparó en mí me hizo una mueca de desagrado, luego advertí que me sacaba la lengua varias veces cuando yo miraba para otro lado. En vista de que la gente la empujaba mucho al pasar, se hizo frente a mí y, en el afán de la acomodada, nuestras manos sudorosas se tocaron; nos miramos y sonreímos, nos gustamos. Después se sentó a mi lado y se arrimó bien a mí; su cuerpo es cálido y abrasador, su respiración rápida; a cada rato nos mirábamos y yo le hacía muecas que ella me devolvía. Fue muy gracioso. Se juntaba a mí y yo estaba feliz. Así seguimos hasta que se acabó el viaje; ellos se bajaron en Molino de Viento, yo continué hasta mi casa. A pesar de toda la gente que subía y bajaba y a lo demorado del viaje, fue delicioso, fue rejuvenecedor y fantástico; perfecto complemento de la tarde esplendorosa.

Dentro de un mes debo presentarme al ejército, voluntariamente, después de haber huido astutamente de varias redadas. Me encerrarán a un duro entrenamiento durante dieciocho meses en los que no tendré contacto con el mundo real; mientras tanto el universo se habrá expandido otro poco; pero no debe olvidárseme durante todo ese tiempo todo lo que puedo llegar a vivir con esta clase de experiencias. Que la de hoy sea un aliciente más para conservar la esperanza. Si alguna vez pensé en terminar con mi vida, ahora, por más obstáculos que pongan en mi camino, seguiré impasible hasta alcanzar mis metas, y algún día recorreré esos mismos sitios con alguien que me ame y a quien yo ame. ¿Quién será? Aún no lo sé. Sé a quien amo, pero no sé si soy correspondido; por eso esperaré pacientemente. ¡La primavera es eterna!



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