LA NOCHE MÁS NEGRA

Crónicas de lo inexplicable

Cuando en la vida nos suceden cosas que son verdaderamente importantes, con el paso del tiempo su recuerdo se vuelve cada vez más esclarecido. En su momento, aquellas cosas no nos llamaron demasiado la atención; pero, cuando por alguna causa inesperada las recordamos mucho tiempo después, se nos presentan con un aspecto más real y comienzan a mostrarnos facetas en las que nunca habíamos pensado. Es cuando quisiéramos volver a vivirlas para anotar enseguida todos los detalles y todas las implicaciones mentales, espirituales, físicas y de influencia en nuestro destino.
Octubre 17 del 2005, Domingo, 10:40 p.m. (Recordando La noche más negra).




LA NOCHE MÁS NEGRA
          LO MAS EXTRAÑO QUE ME HA SUCEDIDO EN LA VIDA
 I

Ocurrió en el mes de Mayo de 1.982, probablemente el 1º. Esa noche figura en mi agenda de bolsillo como una noche “bella y misteriosa” y fue la inspiración para escribir uno de mis poemas: “Nocturno III”. Lo que sucedió no me pareció entonces tan extraordinario como resultó ser con el paso de los años; sobre todo porque no se puede borrar de mi memoria, pues cada día lo recuerdo de una o de otra manera. Nunca en mi vida me he vuelto a sentir tan sólo y tan indefenso, ni tan seguro de que alguien que no es humano me ha estado vigilando.

Por estas razones puedo describir hoy con toda exactitud lo sucedido sin agregar ni quitar un solo detalle. Dios es testigo -y mi conciencia está tranquila al respecto- de que esto no lo inventé ni lo soñé, ni lo he falseado un ápice al narrarlo; no lo he enriquecido con el paso del tiempo, ni he alterado lo que entonces pensé al respecto.

Con tanto preámbulo ustedes esperarán una historia espectacular, pero como verán es un caso muy sencillo que no llama demasiado la atención, sólo que al analizarlo detenidamente se le encuentran elementos sutiles, enigmáticos y sorprendentes. Esta narración no es para los que esperan algo digno de complacer sus mentes sensacionalistas, ni para los que buscan un pretexto para tacharme de loco o fabulador.

Sucedió al sur de Colombia, en el departamento de Caquetá, al borde de la selva amazónica y a orillas del caudaloso río Caquetá, que vierte sus turbulentas aguas en el gran Amazonas. Yo prestaba mi servicio militar como soldado regular de infantería del 5º contingente de l.981, y fui asignado por la providencia, en la persona del Cabo primero Cifuentes, duro y negro como el ébano pero quien a la postre resultó un buen amigo, a la Compañía de Operaciones Sicológicas al mando del entonces capitán Francisco Leonardo Ortiz Chavarro. El papel de la Compañía era propiciar el acercamiento entre la tropa y la población civil en áreas de marcada influencia guerrillera, buscando la colaboración de la gente para debilitar a las guerrillas del M-19 y de las FARC, muy activas entonces allí.

El tercer pelotón al que yo pertenecía, conformado por quince soldados, dos cabos, un sargento y el teniente de artillería Gustavo Castro Peña como comandante inmediato, fue destinado al Batallón Juanambú en Florencia, Caquetá, y de allí enviado al municipio de Curillo, un caserío pesquero con no más de cincuenta casas mal construidas, con su respectiva zona de tolerancia y un clima infernal.

Allí no había luz eléctrica, sólo la generada por las plantas a gasolina, ni servicio de acueducto y alcantarillado; mucho menos teléfonos. El único medio de comunicación con el resto del mundo eran la radio, algún periódico atrasado y los dos o tres vehículos que diariamente se aventuraban a circular por una carretera angosta y polvorienta controlada por la guerrilla, que atravesando valles y montañas comunicaba con la capital del Departamento, a cuatro o cinco horas de viaje pasando por San José del Fragua, Belén de los Andaquíes, Albania, Morelia y uno que otro pueblo -al igual que Curillo- olvidado por los mapas y por el resto del país.

Nuestra base estaba ubicada a la vera del río, en un terreno elevado unos diez metros de su nivel y a doscientos metros de la rocosa orilla; allí una vez al día nos bañábamos, lavábamos la ropa y descansábamos; de regreso, a medio camino en la corta y empinada ladera, nos deteníamos en el rancho a regatearle un bocadillo al cocinero de turno y a “echar” cuentos de la vida civil.

Al lado de acá del río el terreno era sinuoso, algo elevado y con algunos pastizales, pero al otro lado ya se extendía el plano infinito y verde de la espesa selva amazónica. Desde allá nos hostigaban a veces los guerrilleros durante la noche y de allí llegaban los más extraños sonidos de los animales salvajes y los cantos ceremoniales indígenas. También pasaban formaciones de aves migratorias que blanqueaban fantasmalmente en las noches, y de día llegaban bandadas de loros y de guacamayas que parecían flotar como un espejismo en el aire caliente.

La finca en que nos instalamos tenía una casa de una planta con tejado de Eternit y paredes encaladas; corrales con unas pocas vacas, caballos y cerdos; muchas gallinas y patos, y unos pocos habitantes con los que, irónicamente, nunca teníamos contacto. Mas allá había una casa al parecer de una finca diferente; de allí llegaba a veces los Domingos el rumor de música Vallenata y tropical que me hacía sentir nostalgia por mi casa, mi barrio y mi gente. ¡A mí, que odiaba la música Vallenata!

Nuestro grupo dormía a campo abierto, en carpas individuales en las que teníamos que  caber dos soldados con equipo y colchonetas; éstas permanecían perfectamente tendidas en el día, con sábanas que debían estar siempre muy blancas aún cuando el terreno se pusiera pantanoso.

Los comandantes dormían en un cambuche o bohío de guadua y palma construido especialmente para ellos, con sala y comedor rústicos pero cómodos. En las noches se encendía la planta eléctrica para ver un poco de televisión, y a los soldados nos permitían ver algo el fin de semana.

El pequeño campamento miraba al sur, y el pueblo se ubicaba a nuestra derecha, es decir, al occidente y el resto de la base de contraguerrillas a nuestra izquierda, al oriente, en un hermoso bohío de tres plantas que albergaba más de 100 soldados y una docena de oficiales y suboficiales. Con ellos tampoco teníamos mucho contacto. La base era flanqueada en la parte norte por dos palmeras elevadísimas que servían como puestos de vigilancia para toda la base. Era difícil creer que cada 3 horas sendos soldados las escalaran y se ubicaran allí como pájaros en sus nidos a vigilar el horizonte. Esto puede ser una historia creada por ellos mismos para darse importancia. Más allá de las palmeras se extendía otra zona selvática pero más accidentada.

Me extendí tanto en esta descripción porque me parece importante para entender mejor lo que sucedió allí y así poder transmitir lo que pensé y sentí en aquella misteriosa noche en que ocurrieron las cosas que voy a narrarles. Todo forma un escenario grandioso y enigmático acorde con el asunto absurdo y fuera de lugar que allí se iba a desarrollar conmigo como protagonista involuntario.

Casualmente, me ofrecí esa noche para prestar turno de guardia de 12 de la noche a tres de la madrugada, pues estaba descansado y la hermosa noche me invitaba a permanecer bajo la bóveda celeste dando rienda suelta a mis pensamientos y a mis recuerdos. Por lo general, yo no prestaba guardia ya que permanecía haciendo trabajos de propaganda para nuestras campañas, lo que me mantenía más ocupado que a mis compañeros. La guardia nuestra era un refuerzo para la guardia más elaborada de la base, que incluía los hombres apostados en las palmeras. Yo me ubiqué en una pequeña elevación en el centro de la finca, cubierta sólo de hierba, que dominaba la visual de toda la base sin demasiada exposición a la parte opuesta del río. Todo iba tal como lo había deseado; con una paz y una dulzura en el ambiente que no iba a durar mucho tiempo.


Continuará...




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