EL SUEÑO DEL ARTE
EL SUEÑO DEL ARTE
Septiembre 17 del 2007
Voy con Edgar Castro Sotelo a la Universidad Nacional
de Colombia. En su inmenso campus, sembrado de edificios de noble arquitectura,
en medio del verdor de los prados surcados por sinuosos senderos que
interconectan las facultades, circula la población estudiantil concentrada en
sus asuntos; y nosotros entre ellos, a la sombra de los árboles, comentamos las
bellezas de la arquitectura (Edgar se graduó allí como Arquitecto). Llegamos al
Museo de Arte, una obra maestra, que en mi sueño no es el inmenso salón sino un
largo pasillo iluminado por ventanales del techo al piso. Hay un artista realizando una obra
conceptual: una larga fila de gente convocada para participar voluntariamente
posa frente a un espejo y hace su gesto favorito; tras el espejo hay una cámara
que fotografía al sujeto (la mayoría son hombres) y la foto es enviada a un
computador donde sufre una transformación digital antes de ser impresa en
formato de cuarto de pliego, en negro y tonos de gris sobre blanco, y luego le
ponen apliques de metal brillante. La persona no se reconoce del todo, pero se
va satisfecha llevándose una copia pequeña del retrato intervenido, marcada con
su nombre. Los que van saliendo comentan las obras y se van a tomar un café. Se
vuelven amigos. Mientras tanto, unos micrófonos están grabando sus reacciones.
A pesar de que las fotografías se van colgando para una exposición, la obra de
arte es un video donde se recoge el cambio comportamental de los participantes
en el proyecto: la gente del común que comienza a tener un lugar en el Arte y
se sienten cómodos e importantes y, sobre todo, comprometidos con la creación
artística. Recorremos la exposición y comentamos los cuadros. Salimos y Edgar
me dice que yo tengo obras muy interesantes para ser expuestas, que debería
hablar con las directivas del museo para solicitar la sala de exposiciones. Nos
encaminamos a la oficina de la directora. De camino nos la encontramos. Edgar
se va a una clase y me deja hablando con ella. Resulta ser la señora Luz
Marina, la directora de la
Biblioteca CEIC , una señora muy autoritaria, respetable y
colaboradora. Yo le explico mi petición y me dice que teniendo talento por qué
no estudié Bellas Artes. Yo le comento que nunca quise ser influido por la
academia, la cual constriñe la creación y busca orientar la ideología de los
artistas. “¡Nada más alejado de la verdad!” –Me dice ella– e insiste en que es
necesario estudiar Arte para poder ser Artista. Yo le digo que esa fue la razón
de haberme alejado del Arte: el hecho de que el mercado del Arte rechaza a
quien no tenga un cartón universitario. Ella me invita a los cursos libres que
dicta la universidad. Ya hemos llegado a su oficina. Ella llevaba unos libros
de Arte, los deja sobre su escritorio y comienza a atender a unas personas que
la estaban esperando. Detrás de su escritorio hay un enorme tabique y al otro
lado están los talleres de Arte. Se olvida de mí y yo aprovecho para entrar al
taller. Casi nadie hay: una chica pinta un bodegón sobre un lienzo pequeño
montado en un caballete; un joven dibuja un cuerpo femenino del natural. Yo
encuentro un lienzo gigantesco, sin montar, y lo extiendo contra una pared del
taller; comienzo a aplicar manotadas de pintura al óleo en el lienzo; extiendo
los colores con las manos y defino las formas con los dedos. Lo que va
resultando es deslumbrante y comienza a reunirse gente a verme pintar. Entonces
me despierto.
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