LA NOCHE MÁS NEGRA
Crónicas de lo inexplicable
Crónicas de lo inexplicable
Continuación
En unos instantes desapareció la silueta de los árboles y de las elevadas
palmeras que antes se destacaban contra el cielo estrellado. Giré en mi puesto
trescientos sesenta grados y no encontré la más leve chispa de luz. Me había
envuelto la negrura. Incluso las carpas de campaña que estaban tan cercanas
eran invisibles a mis ojos. Entonces sí me angustié, pensando que repentinamente
me había quedado sordo y ciego para siempre.
Me quedé estático, paralizado, pensando qué podría hacer. Temeroso hablé
en voz alta y, ante mi sorpresa, me escuché perfectamente: “¡Alto ahí! ¿Quién
vive?”, que es la forma militar de pedir que algún intruso en una guarnición
militar se identifique con el santo y seña. “¿Se oirían a sí mismos los
sordos?” Me pregunté. “¿Quién anda ahí?” pregunté con más seguridad, pero
sabiendo que ningún ser humano me iba a responder. Pero el hecho de haber
escuchado tan claramente mi voz me tranquilizó. No estaba sordo. Faltaba
comprobar si estaba ciego.
Acerqué una mano a mi rostro pero no la pude ver a pesar de esforzar la
vista y moverla en varios sentidos alejándola y acercándola. Mi alarma iba en
aumento pero no sentía miedo. No quería moverme del sitio porque el terreno era
ondulado y podía sucederme algún accidente si trataba de caminar hasta las
carpas que distaban unos quince metros descendiendo levemente desde el sitio
donde me encontraba. Batí palmas buscando llamar la atención de alguien, pero
tampoco ocurrió nada, el sonido era apagado, sin eco, como si estuvira
encerrado en una oscura esfera de vacío. Entonces el pavor comenzó a apoderarse
de mí.
Hice esfuerzos por tranquilizarme tratando de darle explicaciones a la
situación, y entonces se me ocurrió una idea brillante, literalmente hablando:
acerqué el fusil MP3 a mis ojos y empecé a moverlo tratando de sacar algún
destello de sus partes brillantes allí donde el uso de varios contingentes de
soldados había pulido el metal. Por unos momentos fue infructuoso y ya me
dolían los ojos por el esfuerzo, pero de repente pude percibir un brillo tenue
que parecía una ilusión óptica. Retrocedí mi vista al punto del destello casi
imperceptible, en el borde de la ranura donde se desplaza el cargador, en el
lado exterior del fusil, y comprobé que no estaba ciego. Salté de júbilo. Ya
había olvidado la absurda situación en que me encontraba: nada era normal en
esos momentos, y algo tremendo podía estar sucediendo a mi alrededor mientras
yo saltaba de emoción ante un resplandor percibido.
III
Estaba feliz contemplando mi brillo favorito en ese momento, balanceando el fusil en mis manos, muy cerca de mis ojos, cuando quedé congelado al percibir que algo o alguien habia llegado cerca de mí sin que yo pudiera divisarlo.
Mi corazón comenzó a palpitar aceleradamente, y mis
sentidos se pusieron alertas. Desaseguré el fusil y lo cargué rápidamente. El
ruido que hice con esta operación fue atroz en medio del silencio que me
envolvía. Pero nadie se despertó en el campamento. Sin ver algo en absoluto a
causa de la negrura reinante, me planté en guardia apuntando el fusil al frente
a la altura del pecho y giré poco a poco preguntando el “santo y seña”, que
cada noche cambia y el cual sólo saben los hombres de cada unidad militar: “¡Alto ahí! ¿Quién vive?”.
Nada. Ni ruido de pasos, ni la respiración de otra
persona cerca, que en ese silencio se habría escuchado a metros de distancia,
ni la respuesta de alguien que se hubiera despertado con ese jaleo; pero allí,
desde la oscuridad y el silencio, una presencia me estaba vigilando
atentamente.
De repente ubiqué instintivamente esa presencia
desconocida: atrás de mí a unos 8 metros de distancia en dirección nororiental,
pero curiosamente elevada del suelo unos cuatro metros.
Sin perder mi actitud de ataque, giré la cabeza y
escudriñé inútilmente en esa dirección. Nada
vi , pero mi instinto me decía que ahí había algo. Entonces mi mente
construyó lo que podría ser esa presencia vigilante: se dibujó en mi
pensamiento la imagen de un objeto elíptico tridimensional perfecto, metálico,
de color oscuro, de unos cien centímetros de largo, setenta centímetros de
ancho y cincuenta centímetros de altura.
Tan pronto terminé de visualizar aquello, un pitido
electrónico comenzó a escucharse en el punto exacto en que creía que se ubicaba
el invisible artefacto. Mi sangre dejó de circular en las venas y quedé helado
de estupor en medio del trópico, no sólo por la confirmación de que allí sí
había un intruso, sino por el hecho de que ese pitido electrónico no podía
proceder de un animal o de una persona, sino de un aparato mecánico
posiblemente como el que yo había imaginado sin saber por qué.
Mientras me preguntaba extrañado qué sería aquello,
el objeto comenzó a moverse. El pitido indescriptible (lo más parecido es el
sonido que resulta de mantener oprimido el botón de volumen de un teléfono
celular actual) fue desplazándose lenta y regularmente en línea recta hasta
cubrir un trayecto de cerca de diez metros; entonces se detuvo y se silenció, a
la misma distancia y a la misma altura inicial pero en dirección noroccidental.
Ya no sentía frío, sino un alivio inexplicable al saber que tenía que “vérmelas”
con algo material. Mi corazón seguía palpitando fuerte y a la expectativa de lo
que pudiera pasar, por supuesto creía que el aparato seguía ahí detenido.
Entonces, después de cinco segundos, el sonido comenzó a escucharse nuevamente
moviéndose al mismo ritmo y durante el mismo lapso de tiempo de la vez
anterior, pero pasando al frente mío, arriba, en sentido suroccidental, a 90 grados de la
ruta anterior, deduje que había recorrido la misma distancia por la duración
del pitido sin cambio de tono. Se detuvo otra vez y se apagó el sonido. Cinco
segundos después reinició el esquema de sonido y movimiento, pero esta vez
paralelo al de la primera vez. Con el corazón acelerado por la enigmática
visita, entendí que lo que estaba haciendo ese invisible aparato era dibujar un
cuadrado perfecto alrededor mío. ¿Por qué? Imposible decirlo. Fui girando mi
torso, pasando del miedo a la incredulidad, siguiendo el sonido y esforzándome
inútilmente por descubrir su origen. La adrenalina comenzó a circular por mis
venas y arterias cuando se silenció al término de su tercer movimiento; entonces
ya fue una certeza plena: el pitido regular inició su nuevo movimiento al cabo
de cinco segundos, atrás de mí en dirección al punto donde había iniciado su
recorrido de cuatro etapas idénticas, cerrando un cuadrado perfecto y
silenciándose definitivamente.
Percibí durante otros cinco segundos la presencia de la
máquina aparentemente controlada por alguna inteligencia, detenida en el aire
en medio de la misteriosa oscuridad y del silencio inexplicable y, no sé como,
también sentí su indudable desaparición tan repentinamente como se había
producido su llegada.
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