LA CHICA BRUJA

LA CHICA BRUJA


1

Se llamaba Mercedes, pero en el colegio todos la conocíamos por el apodo de “La Bruja”. Su rostro casi nunca se veía porque permanecía con su cabello negro, abundante y desordenado tapándole gran parte de la cara, y a ésta la mantenía siempre inclinada, como si temiera mostrar su extrema fealdad. Sus ojos eran negros y huidizos, semihundidos en unas cejas espesas. Lo único que resaltaba con claridad en su rostro era el correspondiente lunar brujeril sobre su piel pálida, a un lado de la nariz.

El uniforme de nuestro colegio era muy bonito, sobre todo el de las niñas, por supuesto, pero ella lo deslucía de tal forma que parecía el traje obligatorio de un frenocomio o un orfanato. La falda era de un largo exagerado, y hacía un curioso contraste con los de las demás niñas, pero más aún con el de las que aprovechaban cualquier descuido de los supervisores, o la hora de la salida del colegio, para subirla casi una cuarta por encima de la rodilla. Usaba la blusa abotonada hasta el último ojal, y la forma y tamaño de su busto no se podían adivinar por el grosor y la amplitud de la prenda, que para colmo cubría con el saco de lana más estrambótico que se haya visto, que debía ser tres tallas más grande que la conveniente, con mangas anchas y largas, bolsillos muy grandes, donde seguramente guardaba sus trebejos de hechicería, y botones hasta más arriba de lo ordenado por el reglamento.

Durante los recreos rara vez se reunía con sus hermanas mayores, unas chicas comunes y corrientes, algo bonitas, que debían avergonzarse de ella, la chica bruja, y soportaba sola las burlas y empujones que de vez en cuando le dedicaban los demás estudiantes. Para mi propia tranquilidad, yo nunca le dirigí una palabra buena o mala; pero no fue por miedo a desatar la ira de un ser quizás maléfico, sino porque jamás he llamado a alguien por su apodo, a menos que esa persona así me lo solicite, ya sea por estar acostumbrada a él o porque así se hace más popular y respetada.

Pero no sé quién elucubró la broma, tal vez por ser yo uno de los que ahora llaman “nerdos” en los colegios, o porque se daban cuenta que yo nunca molestaba a la niña bruja. “¡Hola, bruja!”, le decían mis compañeros, Toño, Caliche o Seco, al pasar cerca de ella. “¡Cuidado! que de pronto nos lanza un hechizo!”, advertían mis compañeras, entre las que estaban siempre las más lindas, Stella, Janeth o Amparo.

Lo cierto es que cuando anunciaron la realización de una gran fiesta “Disco” en casa de Janeth, sólo para parejas, me dijeron que no me preocupara porque ya me tenían lista una acompañante, ya que sabían que yo no tenía novia ni era bueno para conseguirla, y me aseguraron que esa chica había solicitado expresamente que quería ir conmigo a la fiesta. Mi corazón saltó en el pecho con la ilusión de que esa chica fuera la rubia Stella, o la esbelta Janeth.

Pero no, los muy pillos, muertos de la risa y dándome palmaditas en la espalda, me contaron que mi pareja para ir a la fiesta era Mercedes, La Chica Bruja.


2

Imagino que cualquier adolescente se emociona ante la inminencia de una fiesta solo de jóvenes, donde se escucha y se baila la música de moda, donde se está durante una tarde inolvidable con la persona que le gusta, y de la cual salen muchas parejas ennoviadas, a veces para toda la vida. 

Pues nada de esa emoción me acompañaba a mí por esos días. Al contrario, a medida que se acercaba la fecha el miedo crecía en mi corazón, y la rabia desatada contra mis compañeros de clase me hacía pensar en no asistir. Pero era una cuestión de honor. No era una fiesta para todos los estudiantes del colegio; se había seleccionado cada invitado, todos de los tres cursos superiores, todos emparejados y todos estaban encantados de haber sido tenidos en cuenta.

Por entonces estaba de moda la música “Disco”, y bailar como John Travolta era lo ideal. Yo no soy tan mal bailarín y me defendía bien con los pasos que aparecían en la TV, en revistas, periódicos y cancioneros, porque como éramos menores de edad no pudimos ver “Saturday Night Fever” (Fiebre de sábado en la noche), la película icónica de los años 80 que puso a bailar a todo el mundo con la música de los Bee Gees.


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Nada emocionado estaba cuando llegó el día, sino más bien aburrido y temeroso porque quizá iba a ser el tonto de la fiesta, acompañado por la Chica Bruja y su probable horrible vestimenta para esa ocasión. Hasta hoy todavía me pregunto: ¿Fue Mercedes quien pidió a mis amigos que yo fuera su pareja en esa mágica ocasión? ¿Fueron mis amigos los que estaban preparando algún “pastel” a costa mía? Tal vez ella se habría fijado en que yo era el único que no la molestaba, aunque tampoco la saludaba ni me acercaba a ella para darle gusto a mis compañeros. Se hubiera visto muy mal que yo la saludara cortésmente mientras todos la vapuleaban. Y la razón de que la hubieran invitado también me intrigaba, porque a nadie se le hubiera ocurrido de buenas a primeras adornar la fiesta con tal esperpento. Sospecho que fueron las hermanas quienes pusieron la condición de que Mercedes fuera también invitada, pues eran muy amigas de Toño y él deseaba con toda el alma cuadrarse con Mary, la mayor de las tres hermanas, una muchacha de rostro no exageradamente bonito pero con un cuerpo escultural.

Tampoco había visto la película “Carrie” (Extraño Presentimiento), pero sí había leído la novela de Stephen King, y temía que pudiera pasar lo que en esa historia, en la que una chica tenida por retardada mental por sus compañeros de estudio, pero que en realidad sólo era tímida e incomprendida, es invitada a una fiesta en donde se burlan de ella de manera grotesca hasta hacer salir de ella toda la furia acumulada por años de sufrimiento silencioso. Su ira se transforma en un enorme poder mental que había estado aflorando desde su niñez, con el cual ejecuta una venganza sangrienta y despiadada contra todos los que la hicieron ser tan infeliz.


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Con ese ánimo llegué a casa de mercedes, acompañado por Toño y Seco, éste último enamorado de la otra hermana de Mercedes, Clara, que definitivamente era la mejor de las tres. La casa de dos pisos, contigua al colegio, con fachada de ladrillo marrón brillante, estaba dominada por un inmenso portón metálico con el tercio inferior en lámina metálica y los otros dos tercios ornamentados y con vidrios martillados; sobre el portón, dos ventanas amplias encortinadas que seguramente pertenecían a las habitaciones privadas. Cuando nos abrieron, mi corazón estaba helado y mis nervios eran de incomodidad y no de entusiasmo. El padre, un señor afable pero muy serio, alto y corpulento, vestía pantalón de paño con tirantes y camisa blanca impecable. Nos saludó con estrechón de manos y nos enseñó orgulloso sus dos autos clásicos, coloridos y brillantes, que guardaba en el enorme garaje. Nos invitó a seguir a la sala, una inmensa habitación muy acogedora decorada al estilo clásico, donde nos recibió la mamá, la señora Margarita, a quien ya conocíamos porque era asidua colaboradora en la asociación de padres de familia y surtía unos deliciosos postres a la tienda escolar.

Nos sorprendieron con un delicioso vino servido en copas de cristal tallado y charlamos con ellos sobre temas del colegio “mientras bajaban las niñas”. Primero bajaron Clara y Mary, por la bonita escalera de madera encerada que desembocaba del piso superior a la parte lateral de la sala. Ambas decidieron lucir blue Jean y blusas de tela suave sobre camisetas decoradas; el cabello lo recogieron en coletas altas con lazos de color. Calzaban zapatos de tacón bajo muy brillantes. Lucían pendientes y las uñas pintadas. Estaban realmente preciosas. Pero Mercedes se demoraba y ellas tuvieron que gritar desde la escalera para que se apurara. Yo en cambio deseaba ya que mejor no bajara, e ir solo a la fiesta. Y así lo expuse. “Tengámosle paciencia, que ella es muy tímida y por eso se toma su tiempo”, dijo el papá. Me cayó muy bien ese señor y me encantó la confianza que nos brindó a nosotros y a sus hijas. Hoy en día ya no sería igual.


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Nos estábamos tomando el otro vinito cuando sucedió algo que ninguno de nosotros esperaba: en la escalera había aparecido una chica de cuento de hadas ¿o de película de Hollywood?

Quedamos estupefactos. La niña que había reemplazado a Mercedes era la misma belleza personificada. Se detuvo sin decidirse a bajar el último escalón, y la lumbre del sol que entraba desde el jardín interior a la sala, le hizo aparecer un halo luminoso alrededor. Nadie hablaba, y durante esos 30 segundos creo que todos nos enamoramos de ella.

Entonces la mamá habló por fin y dijo con mucha emoción y en alta voz dirigiéndose a la recién llegada. “¡Baja, Mercedes, te están esperando hace rato!”. Sí, la bella aparición era Mercedes, la Chica Bruja.


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Nos pusimos de pie, y tuvieron que presentarnos. Los padres ya sabían que yo era la pareja de Mercedes en esa fiesta y estaban tranquilos porque conocían mi fama de estudioso y poco “perro” que me acompañó en mis años de colegial, y que sigue pegada a mí como una pesada coraza tras la que oculto mi timidez y mi incapacidad para conquistar a las mujeres.

Mercedes se acercó a mí y me dio la mano, suave y cálida, y luego se inclinó y me dio un beso en la mejilla, porque, a pesar de que teníamos la misma estatura, ella calzaba zapatos negros de tacón alto. Casi me desmayo. Mis amigos debían estar muriéndose de la envidia. Entonces el padre, don Elías, nos exhortó a marchar rápido porque llegaríamos tarde a la fiesta.

Si lo que pretendían mis amigos era burlarse de mí, les salió el tiro por la culata. Yo no podía despegar los pies del suelo y doña Margarita tuvo que ayudarme. Eran las 2 cuando salimos, acompañados por las recomendaciones de los padres para que nos divirtiéramos sin meternos en problemas y sin pasarnos de tragos, y sobre la hora de llegada, muy puntual, a las 8 de la noche.

En la casa pude contemplar de frente y muy de cerca a Mercedes y reconocer en ella a la misma niña de la que se burlaban todos en el colegio; ya en la calle, su timidez se unió a la mía y prácticamente no hablamos. Mis amigos tomaron de la mano a sus parejas y nos insistieron para que hiciéramos lo mismo. Íbamos adelante. Nos miramos un instante y fue ella quien tomó la iniciativa. Enlazamos nuestros dedos. Yo me sentía volando, pero el rubor que cubría mi rostro me impedía mirar a Mercedes o hablarle. Mercedes lucía un pantalón negro muy ajustado, con cinturón plateado, una camiseta blanca de seda con un dibujo hecho con diminutos apliques brillantes, y una chaqueta corta de cuero negro. Estaba fantástica. Ella habló sobre temas del colegio y yo le respondí. Entonces yo tenía 16 años, Mercedes 14.

Aún hoy la recuerdo con frecuencia; recuerdo su cabello negro que le llegaba a los hombros, al que le había pintado dos mechones más claros a cada lado, y los dejaba sueltos como cascadas, con la parte de cabello que siempre le cubría el rostro recogida en una cola alta y elegante, y el resto echado hacia atrás de las orejas pequeñas y prensado con hebillas de colores. Viene a mi mente su cuerpo esbelto y su busto tan bien formado para su edad, sus piernas perfectas y su andar involuntariamente coqueto. Todo lo que tan bien se ocultaba bajo esa apariencia fea en el colegio ahora había emergido como una bella mariposa multicolor que sale del capullo luego de haber sido una desagradable oruga, y se movía a mi lado con elegancia y altivez. Sus ojos brillaban como diamantes negros, si los hubiera, y eran grandes y tiernos bajo las cejas pobladas de arco suave y dibujo preciso, por no estar ceñuda y cabizbaja como la conocíamos. Pero lo mejor de todo era su lunar, ese lunar que antes la convertía en bruja y ahora la convertía en princesa. No había mejor remate para ese rostro angelical de labios rosados y frescos y esa nariz pequeña y curiosa. Un lunar tan bien puesto que muchas mujeres se lo mandan pintar por expertos maquilladores, porque lo han lucido grandes divas como la actriz Marilyn Monroe, la modelo Cindy Crawford, y más recientemente la actriz Natalie Portman.

El de Mercedes era natural, y sonreía sin temor ahora que se había dado cuenta de lo hermoso que era y de cómo realzaba su belleza.


7

Fuimos felices durante el recorrido a la casa de Janeth, pero después yo, con mi habilidad característica para dañar los mejores momentos, debido a mi baja estima o a mi negativismo, eché todo el tesoro por la borda. Antes de llegar a la fiesta le solté la mano y me aparté de ella, y ya no volví a acercármele en todo el tiempo que estuvimos allí. Tampoco bailé y lo que hice fue reunirme con otro grupo a echar cuentos “verdes”, a dármelas de chistoso mientras mi corazón se encogía al ver que había desechado una oportunidad tan maravillosa para ser feliz al lado de una niña tan especial como ella. Creí, tal vez equivocadamente, que la ex Chica Bruja era demasiado para mí.

Al año siguiente me la volví a encontrar en la vida. Mercedes había abandonado su forma estrafalaria de vestir y comportarse, y ahora era una de las chicas más populares y lindas del colegio, y yo ya me había retirado por motivos que no cabe explicar en esta historia. Le llovían pretendientes, pero ella los rechazaba cortésmente y seguía caminando de gancho con esas compañeras que antes la despreciaban. Yo no volví a hablar con ella, y ella no me volvió a dirigir la palabra. Apenas un saludo nos cruzábamos al coincidir en alguna parte, y notaba que ella no me guardaba rencor pero sí había en sus ojos algo de reproche.

El día del reencuentro fugaz, un sábado a la hora del ocaso, yo había estado reunido con mis antiguos compañeros, tomando cerveza y hablando de mujeres a pesar de ser unos chiquillos inmaduros. Esperaba el bus para mi casa y la vi pasar la calle hacia mi acera del brazo de su mamá. Habían detenido un bus al que se apresuraron a subir, primero la señora Margarita y enseguida Mercedes, indecisa. Mi corazón palpitaba y por un momento pensé en subirme al bus con ellas. Nos miramos. Mercedes tenía un pie en el estribo y se preparaba para impulsarse y subir. Se volvió hacia mí y me dijo “¡Hola!” con su dulce voz. Yo le respondí el saludo y la vi desaparecer para siempre de mi vida.

Recuerdo que en una tienda de discos que existía en la acera donde esperaba el bus, sonaba a buen volumen la balada romántica de Yolandita Monge de la cual transcribo aquí una parte, que siguió sonando cuando el bus arrancó.

“Qué tal mi amor,
Qué sorpresa la de encontrarte,
¿Cómo te va?
Hace tiempos que deseaba verte
Para saber algo de ti
Y sin querer, estás aquí.
Ven junto a mí, ven junto a mí,
Ven aquí.

Cierra los ojos y juntitos recordemos
Aquellos días del feliz año pasado,
Cuando tocábamos el cielo con las manos,
Tu enamorado, yo enamorada…”

Y recuerdo que ella hizo al despedirse un gesto con la cabeza que podía significar: “escucha esta canción, te la dedico”, o quizás esto fue un invento mío para no terminar tan mal la historia que tan bien había empezado, una historia con principio y fin pero sin intermedio, sin el intermedio del amor siempre anhelado. Yo me quedé en la acera, vacío y arrepentido por mi estupidez, y me puse a llorar desconsolado mientras el bus se alejaba por la estrecha avenida.

Autor: Jorge Zambrano Gaviria

Agosto 30 del 2014.

http://youtu.be/P461pTTVLOk

https://youtu.be/LKyOaDh5USI

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